marzo 28, 2012

UN CINE PARA CORRER

UN CINE PARA CORRER
Por Manuel Pereira
Los tres personajes que corren 9 minutos por el Louvre en Banda Aparte, de Jean-Luc Godard

Hacia el final de Ladrón de bicicletas el protagonista huye sobre ruedas de una multitud que lo persigue enfurecida. Con esa obra maestra del Neorrealismo Italiano -y en particular con esa escena-, Vittorio De Sica sembró la semilla de donde brotarían las ramificaciones de un frondoso árbol cinematográfico.
Milagro en Milán, de Vittorio De Sica
En otra película del mismo director, Milagro en Milán, reaparece el recurso de la fuga que simboliza la desesperación en la Europa de posguerra. También hacia el final de Milagro, los pobres huyen al cielo montados en escobas.
Esas huidas de De Sica -ora en bicicleta, ora en escobas voladoras-, tendrán una apasionante descendencia fílmica. El asunto de la evasión neorrealista repercutió en la Nouvelle vague creando una especie de genética del celuloide. En las películas francesas siempre hay alguien huyendo o corriendo.
Á bout de souffle (“Sin aliento”), de Jean-Luc Godard, termina con Jean-Paul Belmondo corriendo por una calle, herido en la espalda. Los cuatrocientos golpes, de Truffaut, concluye con el largo plano secuencia del niño que escapa de un reformatorio para llegar corriendo a la playa donde por fin descubre el mar.
Los cuatrocientos golpes, de Truffaut
Ese mar metaforiza una gigantesca bolsa de líquido amniótico. El niño ha vuelto a la placenta de donde quisieron expulsarlo, pues poco antes le ha confesado a una psicóloga que su madre quiso abortarlo y él se enteró más tarde por su abuela.
El regreso al útero, el descubrimiento del mar, su mirada perdida y congelada en la pantalla, retratan al feto que ha recuperado la libertad de retornar a la muerte, de donde quizá nunca debió salir para llegar a la triste vida que le esperaba.
Jules et Jim, de Truffaut.
Truffaut describe así una suerte de fuga existencialista a la inversa, una evasión hacia atrás, que va de la vida a la muerte. En otra película suya, Jules et  Jim, de nuevo tenemos una carrera cuando los tres amigos trotan en un puente.
En Banda aparte, de Godard, otros tres personajes corren nueve minutos por el Louvre. Esa carrera tan “museable” llegó a ser tan mítica que 40 años después Bertolucci le rindió homenaje en The dreamers (Los soñadores).
La soledad del corredor de fondo, de Tony Richardson.
En el Free cinema -movimiento deudor de la Nouvelle vague- tenemos más correteos. Basta citar La soledad del corredor de fondo, de Tony Richardson, quien sin duda se inspiró en Los cuatrocientos golpes, pues su filme también transcurre en un reformatorio y su protagonista emprende una carrera al final.
En otra película inglesa, El Señor de las Moscas, de Peter Brook, el desenlace consiste en otro niño corriendo. De nuevo, el contexto es el mar.
Desesperado, huyendo de una tribu de menores asilvestrados que quieren matarlo, el niño corre tropezando y arrastrándose por la orilla de la playa hasta toparse con unos zapatos blancos. La cámara sube lentamente por los calcetines blancos, las piernas, las rodillas hasta llegar al short blanco de un adulto que será su salvación. Esa minuciosa blancura en la vestimenta es contextualmente trascendental. Significa que a la isla salvaje han llegado la autoridad y la urbanidad.
Aquí el mar -a diferencia de Truffaut- adquiere otra significación. Representa la liberación, la fuga de la barbarie hacia la civilización, ya que los marineros recién desembarcados pondrán orden en el caos de una rupestre dictadura militar.
La carrera -por lo general al final y casi siempre desesperada- se convirtió en la principal seña de identidad del cine vanguardista europeo de aquellos tiempos.
¿Por qué todos corrían en aquellos años cincuenta y sesenta, tanto en Italia como en Francia y en Inglaterra?
Creo que la culpa es del Ladrón de bicicletas en su escapada final. Estos atavismos cinematográficos remiten a aquella escena de 1948. De aquella secuencia seminal salieron todas las demás estampidas.
El cine cubano -heredero directo del Neorrealismo Italiano- no podía escapar a esas influencias. El tercer cuento de Lucia, (Humberto Solás, 1968) termina con una carrera filmada en unas salinas. Adela Legra huye de su marido interpretado por Adolfo Llauradó.
¡Esa carrera cubana en la salina es una salación!
Memorias del Subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea.
Otra larga y multitudinaria carrera cubana fue profetizada en Memorias del Subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea, cuando el protagonista (Sergio Corrieri) contempla La Habana con un telescopio desde su apartamento. De pronto, su mirada se detiene en una valla con la frase del Che Guevara: “Esta gran humanidad ha dicho basta y ha echado a andar”. A lo cual, Sergio agrega zumbón: “Como mis padres,  como Laura, y no se detendrán hasta llegar a Miami”.
En efecto, es como si alguien hubiera gritado: “¡la peste el último!”

(*) Publicado en Cubaencuentro el 28 marzo 2012.
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marzo 13, 2012

CONVERSANDO CON DÁMASO ALONSO

CONVERSANDO CON DÁMASO ALONSO
Por Manuel Pereira

Dámaso Alonso (foto: Manuel Pereira)

En junio de 1979 visité a Dámaso Alonso en su chalé de las afueras de Madrid. La mucama que me anunció en el recibidor desapareció con su cofia detrás de una cortina. Enseguida apareció Don Dámaso. Pequeño, inquieto, demasiado ágil para sus años, me estrechó la mano indicándome que lo siguiera hasta una espaciosa biblioteca.
El por entonces Presidente de la Real Academia de la Lengua Española era mucho más que eso. En él se resumía toda la gran poesía española. No solo fue el crítico de su generación, sino también el amigo de los Machado, Salinas, Guillén, Gerardo Diego, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre. Nadie estudió tan profundamente la poesía clásica de España. Fue el exégeta por excelencia de Garcilaso, de Fray Luis de León, de Quevedo y, sobre todo, de Góngora, cuyo busto dominaba la biblioteca donde nos sentamos.
Don Dámaso Alonso disponía de una hora. Dentro de dos días recibiría el Premio Cervantes y aún no había terminado de redactar su discurso. Así es que no perdí ni un minuto. Empezamos hablando de Cuba. Me explicó que quería visitar la Isla, pero estaba muy atareado con los trabajos de la Academia.
¿Cómo se defiende nuestra lengua de las voces extranjeras, especialmente inglesas, que penetran junto con los adelantos tecnológicos?
Dámaso Alonso (DA): Yo no tengo enemistad ninguna a los extranjerismos con tal que sean absolutamente necesarios. En una ocasión estudié los extranjerismos del automóvil, y fue muy interesante descubrir que en Argentina usaban galicismos. ¿Sabe usted por qué? Porque allí los automóviles habían entrado desde Francia. Por ejemplo: volante es la adaptación de volant. En otras partes de América se le dice timón, que viene de un vocablo naval inglés… ¿Cómo le llaman ustedes en Cuba a la cremallera?
Zipper —dije y lo vi tomar nota.
DA: Pues ése es un evidente anglicismo, y es onomatopéyico, viene de la rapidez con que se cierra, del sonido que produce al cerrarse. En otros países hispanohablantes le llaman “relámpago” y, en otros, usan la palabra francesa éclair, que es la traducción de relámpago. Relámpago es una obvia metáfora de la prisa o velocidad. En cambio, zipper es onomatopeya física, lo que evidencia que en Cuba la cremallera entró desde Estados Unidos o desde Inglaterra…
Don Dámaso disfruta el laberinto de las etimologías. Sostiene en la mano su reloj pulsera, viste un traje gris impecable, tiene la voz cascada como si hubiera hablado durante siglos…
DA: ¿Pero quiere que le diga más? Cremallera no es voz hispánica como piensan muchos. Es francesa, nos llegó desde Francia a nosotros… A propósito, usted lleva apellidos gallegos…
Le explico que soy hijo y nieto de gallegos y se le iluminan los intensos ojos azules.
DA: Yo me crié en Galicia —comenta eufórico—, me he dedicado a estudiar la lengua gallega, sobre todo el gallego hablado fuera de Galicia, en Asturias, por ejemplo, donde adquiere rasgos dialectales muy específicos…
¿Tuvo usted ocasión de escucharle a Federico García Lorca sus impresiones sobre su viaje a Cuba?
DA: No. Yo estuve con él en Estados Unidos casi un curso entero (1929-1930) cuando estaba escribiendo su Poeta en New York. Tiene usted que tener en cuenta que los años 31, 32 y 33 estuve estudiando en Oxford y luego en Alemania. De manera que después del Treinta mis encuentros con él fueron muy escasos, pues venía a España solo durante las vacaciones…
Don Dámaso, usted se ha dedicado a estudiar la obra de Góngora situándolo en su justa dimensión poética. ¿Piensa que las transformaciones que él inauguró en el lenguaje se mantienen o renacen hoy en la literatura de habla hispana?
DA: Lo que hay en el mundo todavía, y por mucho tiempo, es surrealismo. Pero Góngora no era un surrealista. A menudo parece establecerse esa confusión. Todo lo que escribía era lógico, sus conceptos se entienden perfectamente. Lo que pasa es que la complicación de las palabras puede hacer pensar otra cosa. El surrealismo, en cambio, es una especie de erosión del concepto.
Usted ha escrito que los instrumentos de la crítica literaria son siempre incapaces de descifrar lo que San Juan de la Cruz definía como “un no sé qué”, y que no es más que la poesía. Hoy, con los nuevos métodos de crítica literaria, ¿mantiene usted esa opinión?
DA: No creo en los nuevos métodos de crítica que se consideran capaces de descifrar el último misterio de la poesía. La crítica de corte científico puede contribuir al conocimiento. Pero yo afirmo que el estudio de la poesía —es decir, del arte verdadero— tiene que empezar por una intuición y terminar con una intuición.
Algunos detractores de Góngora dicen que su obra es tan oscura que usted tuvo que escribir una versión en prosa de sus Soledades para hacerlas inteligibles…
DA: En verdad Góngora resulta muy difícil de entender para el público moderno que no está tan metido en las historias mitológicas como lo estaba el lector del siglo XVII. En ese sentido, mi versión en prosa facilitó la propagación de Góngora.
De la actual narrativa latinoamericana, ¿qué es lo que más llama su atención?
DA: Es evidente que en la América hispanohablante ha habido una generación importante de novelistas, y siempre que me formulan esta pregunta empiezo por mencionar el nombre de Alejo Carpentier y luego el de otro cubano, José Lezama Lima, que se hizo grande en todo el mundo con su Paradiso; está Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Rulfo (se queda un rato pensando), pues esos son los nombres que me vienen ahora…
¿Trabaja actualmente en alguna obra literaria?
DA: Pues tengo un libro de poesías sin publicar. Estuve haciéndole modificaciones y ya saldrá este año. Se llama Gozos de la vista. Es un poema de exaltación del milagro de la vista humana, con una teoría de tipo científico por debajo que yo creo exacta…
¿Cuál es esa teoría?
DA: La no existencia de la luz. La luz no son más que vibraciones. Lo que transforma esas vibraciones en lo que llamamos luz es el ojo. Supongo —añade con una sonrisa irónica— que me lo negarán, pero ese es mi punto de partida…
Es curioso —comenté—, siempre he pensado que algo semejante ocurre con el color. Las cosas no tienen color. Ese cenicero de cristal rojo no es rojo. Es rojo porque su cristal absorbe todos los colores de la luz menos el rojo, que es rechazado y es el que llega a nuestra retina…
Don Dámaso observa el cenicero rojo que está entre nosotros, sobre una mesita de centro. Entonces se inclina hacia mí y con aire de picardía en el rostro, me susurra: “¿usted no será daltoniano, verdad?”
- Le aseguro que no —sonreí pensando que con esa muestra de sentido del humor la entrevista había terminado.
Pero pensé mal, Dámaso me mostró su biblioteca de diez anaqueles hasta el artesonado y con escalera rodante. Se interesó por el precio de los libros en Cuba: “he oído que allá las ediciones se agotan rápidamente, que la gente lee mucho”, -comentó.
Luego se excusó por lo breve del diálogo: “tengo que darle evasivas a las conferencias, a las entrevistas, a las reuniones, la Academia me lleva tiempo y todavía tengo mucho que leer… a mi edad, joven, ya no queda mucho tiempo…”
Descendimos juntos la escalera que conduce a la verja de la calle. Dámaso se detuvo en un descanso y me interrogó respondiéndose a sí mismo: “¿sabe usted cuántos años tengo?: pues tengo ochenta años”.
¡Ochenta años! Yo tenía treinta años y semejante cifra produjo una atmósfera de solemnidad que él mismo se encargó de disipar pasando a otro tema: “¿se va en taxi?”, preguntó. “¡Mire que Madrid está más cara que Nueva York!”
- Sí, me voy en taxi, Don Dámaso.
- ¡Ah!, entonces quiere decir que está bien de arjén —exclamó castellanizando la última palabra. Lo miro extrañado de que pronuncie con jota esa palabra francesa. En un rápido intercambio de miradas, Don Dámaso se da cuenta y me informa: “pronuncio arjén y no aryán, porque así lo escribía Garcilaso, que acabo de leerlo…”
Fue la última broma ingeniosa de Don Dámaso que me hizo recordar la famosa anécdota de Unamuno pronunciando “Chaquespeare” según la fonética castellana en la Universidad de Salamanca. No cabía duda: estaba frente a un estilo, una tradición y una sabiduría infinita.
Ya en la calle, mientras esperaba un taxi, descubrí a Don Dámaso a través de un ventanal consultando un libro a la luz de una lámpara. La escena, quizá a consecuencia del color de la pantalla de la lámpara, se me antojó sepia. Era sepia tirando a dorada. Sin daltonismo.
Un año más tarde volví a visitarlo, esta vez me acompañaba Luis Rogelio Nogueras (Wichy el Rojo). Por el camino, Wichy recitaba de memoria sus versos: “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)”.
Aquel hombre pequeño y jovial nos llevó a su biblioteca mientras tarareaba una enigmática tonada. La conversación giró inmediatamente en torno a los poetas cubanos que más apreciaba. Entre otros, mencionó a Nicolás Guillén. Después de dedicarme Hijos de la ira, extrajo de la estantería un ejemplar de Las soledades, de Góngora, publicado en La Habana.
“Quiero que me aclare un misterio”, dijo Dámaso poniendo un dedo en la portada: “Dígame, ¿quién es este señor Mincín? ¿Es un apellido ruso? ¿Acaso el nombre del editor?”.
Yo no pude menos que soltar la carcajada. En efecto, junto a los créditos aparecía la sigla MINCIN (Ministerio del Comercio Interior) encargado de comercializarlo todo en la Isla. Cuando se lo expliqué, replicó entre bromas y veras: “pues dígale al tal Mincín que todavía me debe los derechos de autor”.
Wichy y yo estábamos impresionados ante aquel caballero de la lingüística, erudito del hipérbaton, sobreviviente de la Generación del 27 y poeta mayor. Sabíamos que conversábamos con un clásico viviente, pero no podíamos dejar de reírnos con sus ocurrencias.
Lo más simpático ocurrió al final. “Pasan tan pocos cubanos por aquí, que quiero aprovechar vuestra visita para llenar algunas lagunas sobre Cuba”. Según comentó, estaba preparando un diccionario con las llamadas “malas palabras” en Latinoamérica. Ya tenía todos los países menos Cuba. Don Dámaso quería que desgranáramos en voz alta el inventario de la vasta sinonimia del órgano sexual masculino, desglosando además el repertorio por categorías: vegetal, animal, mineral, incluyendo nociones metafísicas.
“Díganme primero las variantes vegetales”, demandó al vernos vacilantes. Bajo la ceñuda mirada del busto de Góngora, yo me estremecí de pudor. Pero, ante su insistencia, empecé a deslizar algunas voces: “el nabo, la vianda…”
Wichy añadió entre dientes: “la yuca, el cuero, el pescado, la caña…”
- Muy bien, ahora las formas minerales —nos pidió mientras tomaba nota en la contracubierta de Los Lusiadas, de Luis de Camoens. Ansioso y divertido, parecía un niño descubriendo nuevas resonancias en viejas palabras. Wichy me miró consternado, más rojo de rubor de lo que ya era por su rubicundez.
Yo agregué: “la cabilla, la mandarria”.
Wichy se animó: “los timbales”, dijo, contribuyendo de paso con un breve comentario musical.
Lo más difícil fue explicarle conceptos abstractos como “mandado” y su pronunciación popular: “mandao”. El erudito siguió anotando hasta que nos pidió la forma más frecuente y vulgar en el argot callejero.
Me hice el bobo, aquello era demasiado fuerte, pero él me atajó persuasivo: “dígamela, no tenga usted vergüenza”. Mirando a hurtadillas hacia el busto de Góngora, mascullé: “bueno, maestro, la forma más usada es… es… la pinga”.
“¿Pingüe?”, exclamó pestañeando.
Wichy y yo nos desternillamos con aquel delicioso equívoco, y todavía estamos riéndonos: él allá arriba, yo acá abajo.
Ese fue el Dámaso nada acartonado que yo conocí. Nunca supe si aquel catálogo de palabrotas era un informe interno para la Academia o una investigación destinada a la imprenta. En cualquier caso, siempre me quedé con ganas de ver el resultado. Tal vez en alguno de los diez tomos publicados por Gredos figure ese glosario de exabruptos dentro de las Obras Completas de este español que quiso hacer con la lengua lo que Colón hizo con la geografía.


(*) Publicado en Cubaencuentro el 13 de marzo del 2012.
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